Mario Levrero, El discurso vacío


Vaciando el discurso



Existen hasta la fecha cuatro ediciones de El discurso vacío; las dos primeras son de la editorial Trilce, la segunda de Interzona y la tercera y más reciente de Random House Mondadori. Las primeras tenían una clara ventaja: la de Interzona incluía en la portada y la contratapa la letra manuscrita de Levrero ocupada en lo que el lector descubrirá como los ejercicios de caligrafía esenciales a la trama (o ausencia de trama), y las de Trilce (la última de Trilce, en realidad) incluía palabras de Juan Ignacio Fernández Hoppe, mencionado extensivamente en el libro. ¿Por qué esto es una ventaja? Porque El discurso vacío es, ante todo, un intrincado juego de realidad/ficción, y llevar a la “realidad” del objeto libro un testimonio de la “realidad” de lo narrado no hace más que volver ese juego todavía más complejo.
La premisa de la que parte este juego es simple: si es verdad que, como señala la grafología, la letra manuscrita es un signo del carácter de la persona y, por lo tanto, señala también sus padecimientos o enfermedades, y si son a la vez correctos ciertos postulados de la psicología conductista, entonces podría pensarse que una persona que trabaje por mejorar su letra manuscrita estaría a la vez trabajando por mejorar su salud mental. El narrador del libro quiere poner esa idea en práctica, y comienza a trabajar en embellecer y volver legible su letra arruinada. Una manera de hacerlo sería practicar lo que en una época se llamaba “planas”, repetir por ejemplo un gran número de veces la R mayúscula manuscrita a lo largo de los renglones; el sujeto de la enunciación del libro, (no me resulta muy claro si cabría llamarlo “narrador”) entiende que ese procedimiento es aburridísimo y que no hay manera de llevarlo a cabo con la constancia necesaria para ver resultados, de modo que prefiere buscar otro sistema. Pero el problema es que si se lanza a escribir libremente, razona, pronto podrá verse demasiado interesado por las ideas que aparecen en el papel –o la trama esbozada, o los personajes– como para prestar atención al dibujo de las letras; es necesario, entonces, escribir sobre nada, en tanto un tópico aburrido o poco interesante (pensemos en La novela luminosa, a la que ya volveré).
¿Pero cómo se puede escribir sobre nada? El lenguaje, después de todo, siempre significa algo, siempre opera alguna forma de referencia, incluso en territorios como el del Finnegans wake de Joyce, Altazor, de Vicente Huidobro, o Trilce, de César Vallejo. ¿Qué quiere decir entonces escribir sobre nada? En cualquier caso, esa reflexión ya es algo, y por lo tanto si se la escribe en el marco de los ejercicios de caligrafía, el propósito original de “grafología inversa” (por llamarla de alguna manera) entra en crisis: se estaría prestando atención a lo dicho, y eso va en detrimento de la concentración en el trazado meticuloso de las letras. Resultado: la escritura permanece espantosa y todos los problemas siguen allí. Pero el sujeto de la enunciación insiste, y al hacerlo descubre que tiene algo más entre manos; ha encontrado una veta, por así decirlo, y pasa a explorarla como una actividad aparte, dejando de lado por el momento los ejercicios. El resultado de esa exploración es un libro dentro del libro, también titulado “el discurso vacío” (del mismo modo que “La novela luminosa” es un libro dentro del libro titulado La novela luminosa), y probablemente el cenit de la prosa levreriana junto a las primeras secciones de El alma de Gardel y a algunos cuentos de “Todo el tiempo”.
Pero hay más. Por ejemplo, podemos leerlo El discurso vacío en relación a “Diario de un canalla”, el texto que cierra el compilado El portero y el otro, y también a La novela luminosa. Esta suerte de trilogía final es propuesta como protagonizada y narrada por el autor real de los libros, Jorge Mario Varlotta Levrero (1940-2004), de modo que debería entenderse no como ficción sino como… bueno, como otra cosa, ya que no se puede escribir aquí “realidad”. Ahora bien, este eje propuesto aproxima “Diario de un canalla” al “Diario de la beca” que abre La novela luminosa, y puede leerse como la exploración de un paisaje mental o espiritual desde el que se asume la tarea de escribir una novela que pueda dar cuenta de determinados estados psíquicos. El narrador de La novela luminosa aclara al lector que ha fracasado en la búsqueda de ese libro, y que ha logrado apenas terminar unos fragmentos que no alcanzan a decir lo buscado; El discurso vacío, como exploración del fracaso inherente a pretender escribir “sobre nada”, puede leerse entonces como una variación del tema de La novela luminosa, en tanto reflexión sobre los límites de lo decible y de la experiencia humana en relación al lenguaje, y también como un testimonio de la crisis existencial que atravesó Levrero en los años posteriores a su estadía en Buenos Aires: el mismo paisaje desolado desde el que esa “novela luminosa” es entendida como utopía, salvación o redención a través del lenguaje.

Publicada en La Diaria el martes 16 de agosto de 2011

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