Christian Font, El proyeccionista del Cine Unión

Canchereo cinéfilo


Un niño descubre que en la oscuridad de un baratillo del barrio Unión son proyectadas películas todos los sábados. El mismo niño mira una película, luego otra, luego otra. Total: siete películas (Escándalos romanos, de 1933; Ben Hur, 1959; La conquista del Oeste, 1962; Ivanhoe, 1952; Infierno en la torre, 1974; El golpe, 1973; Doce del patíbulo, 1967); después de la última, el cine cierra. Fin.
Este resumen cubre casi la totalidad del asunto narrado en El proyeccionista del cine unión, la primera novela de Christian Font (Montevideo, 1978); sumándole las excusas que da el niño para ausentarse de su casa los sábados y alguna que otra referencia infaltable a los partiditos de fútbol y a las también infaltables pequeñas historias/chusmeríos de vecinos y vecinas, no queda mucho más que consignar, más allá del claro homenaje a Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore. El narrador es el niño, y cuenta su historia desde nuestra época (cabe pensar por las referencias a la tecnología digital), rememorando con nostalgia aquellos años y dejando claro que se ha convertido en un entendido de cine, un cinéfilo.
Cabe aclarar que el libro esquiva –podría argumentarse que con acierto– lo que parecería ser la opción más clara para ordenar este material: una novela de formación o aprendizaje, suerte de “educación cinematográfica” del niño que se convertirá en el cinéfilo adulto. Esto no sucede, quizá porque son pocas las películas vistas, o porque el niño no pide más que entretenerse y, más allá de los comentarios que escucha de otros espectadores de las sesiones de Súper 8 en el baratillo, tampoco piensa mucho en lo que ha visto, excepto para identificar a sus actores. De hecho, más allá del “amor por el cine”, el niño no ha aprendido gran cosa; el adulto, en cambio, deja claro a todo momento que sí sabe, y mucho, de cine, que está absolutamente compenetrado con la materia: un canchereo cinéfilo, por decirlo de alguna manera, en el que el tono habitual es el de sentencias como (las itálicas son mías) “…Robert Aldrich, que a pesar de tener, por lo menos, un par de genialidades más en su haber (…) tampoco va a entrar nunca a la lista de maestros” (p.97), “…llega Quentin Tarantino con su coctelera y saca una película intensa, magistral de esas que derrochan cine de la manera más visceral…” (p.97), “Steve McQueen, un tipo que parecía que hubiera nacido para vivir dentro de un fotograma, una fotogenia asombrosa, tremendo actor” (p.83), “Charles Bronson es Charles Bronson. Es Wladislaw, sí, pero es Bronson. Y con Charles Bronson no se juega” (p.99).
Es fácil leer entre líneas: el canchereo cinéfilo implica casi siempre de dar cuenta de que se conoce quién es bueno en el arte y quien no tanto: de detectar los maestros, digamos. También cabe notar que el lenguaje empleado también parece remitir al cine, a los doblajes sobre todo, con frases repletas de clichés al estilo “…protegiendo al tren y su caudal de facinerosos como el gran Eli Wallach…”  o  “…el bueno de Zeb quedaba colgado de unos troncos”, “…si los agarra, hará justicia pero terminará la diversión ¡Corré, Redford! Y Robert gasta suela por la estación del tren”, “un pibe canadiense, llamado Donald Sutherland como el atolondrado Pinkey”. Curiosamente, todas estas fórmulas (el bueno de…, el maestro fulano, el gran mengano) terminan haciendo creer que el entusiasmo del narrador por las películas es ante todo retórico, lo cual, por supuesto, va en contra del propósito del libro, o de lo que parecería ser el propósito del libro (narrar el origen de la pasión por el cine).
En cualquier caso, hasta aquí no hay mayores problemas; sería una novela corta, un cuento largo más bien, ante todo simpático y esforzado por lucir encantador. Podría leérsela y pasar a otra cosa, tras un rato relativamente entretenido... Pero, lamentablemente, la cosa no se termina aquí. Hay algo especialmente irritante en El proyeccionista…; algo, diría, aún más fallido que la retórica, los clichés, las frases gastadas y el canchereo sumiso (porque en última instancia sólo se trata de dejar claro que se ha aprendido y respetado la lección ofrecida por ciertos viejos conocedores del tema)… y es que la novela está llena de chistes.
Es decir: hay demasiados chistes. Demasiados. Todas las páginas tienen dos o tres; no hay descripción o esbozo de exposición de una historia (o incluso una subtrama) que no incluya alguna pavadita graciosa y, para colmo, son todas invariablemente malísimas. La impresión es que Font es incapaz de narrar sin mirar para un costado y arrojar un chiste a la audiencia, para que luego se escuche el clásico break de batería (que debería venir incorporado a la novela y que el lector podría hacer sonar tirando de una lengüeta de papel, como con las postales de navidad por ejemplo), como si más que un narrador lo que tuviéramos aquí fuese una especie de comediante de stand up poco imaginativo (una especie de Maxi de la Cruz, pongamos) que no conoce otra manera de mantener interesado al público. Quizá, si los chistes –a veces no pasan de “gracias”, o quizá de más canchereos– fueran mejores, el efecto total no sería tan irritante, como lo tampoco lo sería si la proporción páginas/chistes no favoreciera tanto a los últimos. Van algunos ejemplos memorables: “Rápidamente busqué el suelo ya que la voz venia de la calle. Era un caballero de lentes con pulóver y pantalón haciendo juego, aunque no entre sí. Seguramente hacían juego con otros objetos” (p.53), “…al león no había con qué darle. Debe haber sido el primer remix de la historia. Le pagaron por una película y salió en 700. Si eso no es explotación animal, díganme qué lo es” (p.67), “Yendo al centro para mi detestable visita al dentista (a quien en secreto bauticé como “Esteban, el asesino de la túnica”) (p.29), “Por lo pronto había una diferencia sustancial: ¡estos romanos eran a color! ¡Cómo avanzó esa cilivización, eh!” (p.35).
Font quizá sea un periodista correcto, un cinéfilo documentado, incluso un participante competente y multipremiado –según insiste la solapa biográfica del libro– de esa cosa profundamente infumable a la que llaman “carnaval”, pero algo está claro: no es, al menos no todavía, un narrador.
El proyeccionista… incluye también un apéndice autobiográfico, que se convierte en lo más valioso del libro, lo más sentido digamos, pese a que la retórica es la misma que en la novelita y no escasea el mismo tipo de lugar común y –lo diré una vez más­– canchereo. Pero al menos logra conmover con la evocación de Aníbal Font, abuelo del autor y el verdadero “proyeccionista del cine unión”. Lamentablemente, el apéndice que incluye esta viñeta emotiva también inflige al lector microreseñas las siete películas mencionadas, y todas se apoyan chistes o bocadillos cinéfilo-cancheros. No puedo evitar arrojar aquí algunos ejempos. Sobre Invanhoe: “Daba igual que Robert Taylor llevase una máscara en la foto. Sin ella tampoco lograba mucha expresión facial que digamos”; sobre La conquista del oeste: “…la estampida –real– de búfalos en primer plano. Afortunadamente ningún búfalo salió lastimado. Pero tampoco les pagaron un peso”; sobre Infierno en la Torre: “…lo que se dice una película para armar”.

Publicada originalmente en La Diaria, el 21 de noviembre de 2011

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